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UN PLATO DE FRIJOLES

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Ese fin de semana fui a visitar a mis padres al pueblo, el Plan de los Amates. Mis tías me mandaban en un camión destartalado cada quince días desde el Puerto de Acapulco.
En esa ocasión mi madre sugirió que pasara todo el sábado con mi padre en el trabajo.

Él era vigilante en un complejo de hoteles que se estaba construyendo a pie de playa, rumbo a Barra Vieja. Por alguna razón se había detenido todo y estaba en obra gris; sin un alma, hasta donde te alcanzaba la vista.

Su trabajo era muy rutinario, sencillo. Llevar una bitácora de la gente que se acercaba a la verja y anotar que se les ofrecía. No había nada que proteger.

Esa mañana, mi madre me levantó muy temprano. Mi papá se está acabando un café y su cigarro. “Don Luis, ya les preparé el tupper. No se le vaya a olvidar”.
Me sonríe mi padre: “Andale David, apúrate, ya nos vamos”.

Estaba emocionado, iba a pasar un día completo con él, sin mis hermanos menores dando lata como siempre.

Preparé mi mochila, con algunas cosas de la escuela y me fui al pie de la carretera donde ya me esperaba.

Tenía una de esas motos para mensajeros que de niño se me antojaba enorme.
Como un gran monstruo que ruge mientras avanza.

No tardamos en llegar a Tres Vidas. Al llegar se despidió de su compañero que terminaba turno y entramos a la Caseta de Vigilancia. Era algo muy parco, pequeño y viejo: un escritorio, un par de sillas, un camastro viejo y párale de contar.

¿Por qué les cuento esta historia? Porque no me acuerdo de ningún otro momento donde hubiera estado tantas horas a solas con mi padre, salvo cuando muchos años después lo cuide en el hospital, las primeras veces que enfermó de gravedad.
Pero esa es otra historia.

No me acuerdo mucho de sus palabras, pero sí de nuestras sonrisas y la tristeza de esa tarde.

Mi padre me ayudó con la tarea, luego caminamos un rato por todos lados. Me parece que llevaba una pelota. En algún momento sacó unas hojas y me puse a dibujar para matar las horas. Tenía unos 9 o 10 años, pronto iba a ser adolescente.

“¿Tienes hambre David?” — “Un poco pá”.

Yo no veía donde iba a calentar la comida.

De algún lado sacó una especie de lata de alcohol a manera de estufa. Se nos había olvidado traer algún traste así que tomó prestado el de su compañero, que estaba sucio, y con un pedazo de ladrillo lo talló y talló hasta dejarlo reluciente, y para enjuagarlo uso un poco del agua que habíamos llevado para beber.

Eramos pobres pero yo no me daba cuenta.
Solamente comimos un plato de frijoles cada uno.
Estoy seguro que él me sirvió casi toda su ración.
Cada uno con un bolillo y tomamos más agua.

Llego el atardecer y de repente la noche. Empezaron a sonar los grillos.
Su relevo llegó. “Hola Luis. ¿Alguna novedad?”
Le da un fuerte abrazo: “Todo en orden, mira, te presento a mi hijo, el mayor, David”

Me revuelve el cabello: “un gusto chamaco, pórtate bien”.

Nos volvemos a trepar a la moto; hace ya un poco de fresco pero no me importa.
Pasé todo el día con mi papá. Voy bien, abrazado a su cintura, en unos minutos llegaremos a casa para cenar.

Algunas noches todavía sueño que me trepo en esa moto.
Mi padre acelera y se ve el mar abierto a nuestro lado.
Me gustaría volver a ser niño y revivir esa tarde nuevamente con él.
Nos sentaríamos en el piso y disfrutaríamos un plato de frijoles.

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